HABLEMOS DE LA EUTOPÍA: EN EL ESPEJO DE DONALD TRUMP

Por Stanisław (Stan) Strasburger

«¿Por qué tantos políticos europeos están tan inclinados a convertir nuestro continente en un campo de batalla y guardan silencio sobre las consecuencias?», se pregunta Stanislaw Strasburger.

«Esta guerra es extremadamente cruel. Un campo de furiosos combates, balas que vuelan densas y rápidas, y a menudo lo único que detiene estas balas son cuerpos humanos. Sobre todo, cuerpos de jóvenes, con una tasa de mortalidad muy alta. Y este es un país maravilloso, una tierra maravillosa, con tierras de cultivo que están siendo alcanzadas por balas y otros proyectiles. Es una pena que esta tierra siga desprotegida. Por lo tanto, quiero sentar a todas las partes en una mesa y llegar a un acuerdo».

¿De quién son estas palabras sobre la guerra en Ucrania? ¿Del papa Francisco, que fue acusado en Polonia de simetrismo y «propaganda imperialista» pura y dura, por lo que fue criticado repetidamente? ¿O tal vez de António Guterres, el secretario general de la ONU, conocido por sus llamamientos a una paz justa, cuya reunión con el presidente ruso el año pasado lo expuso a la acusación de contribuir al «declive moral y la bancarrota de la ONU»?

No, la cita es de Donald Trump, de finales de febrero de 2025. Tal vez sus palabras tienen una intención manipuladora, pero no importa: sea como sea, me entristecieron profundamente. No solo porque describen sin tapujos una realidad tan cruel, sino también porque me di cuenta de que los políticos que me representan como ciudadano europeo no transmiten palabras así de empáticas.

A menos que me haya perdido algo, ni el primer ministro de mi país natal, Donald Tusk, ni Boris Pistorius, el ministro de Defensa de Alemania, donde vivo actualmente, ni Kaja Kallas o Ursula von der Leyen han dicho algo así. No situaron la dimensión humana de la guerra en Ucrania en el centro de su política. Tampoco la llevaron al centro de su comunicación con los ciudadanos.

Sus cuerpos, nuestros cuerpos

Por mi parte, no me gustaría reaccionar con enfado o creando polémica, ni juzgar la supuesta manipulación de una parte o la falta de dimensión humana de la otra. Un pilar fundamental de la eutopía es saber escuchar con atención. En lugar de especular sobre las intenciones de los políticos, prefiero preguntarme: ¿qué me incumbe todo esto?, ¿y, a partir de ahí, qué quiero yo?

Resulta curioso que, menos de un mes después de la declaración de Trump, me invitaran a Fráncfort del Meno para participar en la conmemoración del 80º aniversario de una de las llamadas marchas de la muerte.

El campo de concentración de Katzbach estaba ubicado en las instalaciones de la fábrica de armas Adlerwerke, muy cerca de la principal estación ferroviaria de la ciudad. Sus prisioneros, en su mayoría polacos de Varsovia, fueron sacados de allí justo al final de la guerra y se suponía que debían ser desplazados a otros campos. Mi abuelo era uno de ellos. Nunca volvió.

Mi visita a Fráncfort me recordó que los cuerpos de los soldados del frente no son los únicos que «detienen las balas». También lo hicieron los cuerpos de los prisioneros convertidos en mano de obra esclava –¡solo la Alemania nazi obligó a trabajar a 20 millones de personas!–, sometidos a hambre, palizas y, finalmente, cuando ya no podían aguantar más, asesinados de un tiro en la nuca. Quizás no en el primer año de la guerra, a veces ni siquiera en el segundo o el tercero, pero ese momento llega, como llega igualmente el momento de reemplazar a los caídos y heridos en el frente. Las formas cambian con el tiempo: unas veces fue trabajo esclavo en «las colonias», hoy conocidas con el nombre de «sur global»; otras veces son víctimas de territorios ocupados. Así son las crueles reglas de la guerra y su economía.

Y esto va más allá de esas personas que «detienen las balas», porque ellos y ellas tienen padres, madres, hermanas, hermanos, parejas, hijos, nietos o nietas. Quienes sobreviven a una guerra cargan con el sufrimiento. Con miedos, heridas sin cicatrizar y disfunciones psicológicas durante generaciones. Prácticamente todos los habitantes del continente albergan, de alguna forma, los traumas de la posguerra: no solo mi padre y yo después de Katzbach, sino también Tusk, Pistorius, Kallas o Von der Leyen, cada uno a su manera.

Entonces, ¿por qué tantos políticos europeos están tan inclinados a convertir nuestro continente en un campo de batalla y guardan silencio sobre estos efectos? Quizá sean sus propios miedos, en lugar de una amenaza real de guerra a escala continental, los que impulsen sus acciones. ¿Acaso deberían consultar más a los psicólogos que a los militares, que, a pesar de saber planear guerras, saben poco sobre cómo curar los traumas?

Contra las abstracciones

Me preocupa que mis propios políticos europeos entreguen tan fácilmente el lenguaje de la empatía al presidente estadounidense. ¿No deberían aprovechar los recursos de este lenguaje en sus esfuerzos por el bien de nuestro continente, que en el pasado ha sufrido tanto las consecuencias de las guerras?

Dirijo mi decepción hacia Kaja Kallas, por ejemplo. La política estonia ya afirmó en 2023 que la paz no es el objetivo de su política. «Nuestra principal tarea es garantizar que lo que Rusia le hizo a Ucrania no vuelva a suceder nunca». Al escuchar su discurso en la Conferencia de Seguridad de Múnich de este año, traté de imaginar qué significa eso exactamente.

Durante el debate sobre el papel de la ONU en un mundo multipolar, Kallas hizo hincapié en la necesidad de respetar la soberanía y la integridad territorial de los Estados. Estos son los pilares del derecho internacional. El orden mundial posterior a 1945 se basa en ellos. Tenemos buenos instrumentos jurídicos –dijo Kallas– y reglas transparentes de convivencia entre naciones, pero carecemos de los medios para hacerlas cumplir. Porque, cuando alguien los viola, como Rusia en Ucrania, es prácticamente imposible saber qué hacer. Mientras tanto, es inaceptable que mujeres y niños de este país mueran por las bombas en sus propios hogares. Y estos no deben compararse con los rusos, que solo mueren como soldados agresores. Además, el ataque de Rusia a Ucrania supone una amenaza existencial para toda Europa, y es evidente que no se vive bien bajo una ocupación. Por tanto, apuntaba Kallas, hay que armarse y enfrentarse a la guerra.

El problema es que, frente a estos argumentos un tanto abstractos desde la posición de una abogada privilegiada, cuyo cuerpo no está expuesto a las balas ni vive bajo ninguna ocupación, hoy se encuentra el equipo de Trump, que habla un lenguaje completamente diferente. Un lenguaje que, contrariamente a las apariencias, apela a la imaginación y resulta cercano a muchas personas no solo en Estados Unidos, sino también en Europa.

Señalar las deficiencias

Cuando Trump afirma que la frontera entre Canadá y Estados Unidos es solo una línea en un mapa, la indignación es comprensible. Pero, al mismo tiempo, ¿no nos recuerda eso algo a los ciudadanos de Europa?

Porque ¿cómo se trazó la frontera entre Ucrania y Rusia, entre Polonia y Ucrania, entre Polonia y Alemania…? ¿No fue precisamente trazando líneas en el mapa, en virtud de los tejemanejes entre autócratas, apparatchiks y élites minoritarias que se cernían sobre las cabezas de los habitantes? ¿Se olvidan de esto Tusk, Pistorius, Kallas y Von der Leyen cuando se refieren a la inviolabilidad del orden geopolítico posterior a 1945? ¿Es esta una realidad tan deseada que se nos anima a estar dispuestos a matar y morir en otra guerra europea?

Creo que esto es precisamente a lo que se refería JD Vance en Múnich cuando se preguntaba qué queremos defender exactamente mientras nos preparamos para la guerra. ¿Cuál es la visión positiva de nuestro mundo que motiva los esfuerzos en nombre de la seguridad?, inquirió. ¿Quién formuló esa visión y dónde?

Muchos ciudadanos europeos se hacen preguntas similares, argumentó Vance. Y están expresando opiniones que, en ocasiones, incomodan a los que ostentan el poder en el continente. Mientras tanto, no tiene sentido apostar por la seguridad si las autoridades silencian las creencias incómodas de sus propios ciudadanos. En una democracia, las necesidades de la ciudadanía importan más que las instituciones más prestigiosas, los tratos o los derechos más establecidos.

Para ser sincero, me da mucha vergüenza que sea un político como JD Vance quien tenga que recordárnoslo. Sentí esta vergüenza con especial intensidad cuando Boris Pistorius reapareció. No percibí en su discurso ninguna voluntad de reflexión o de escucha sobre las palabras de Vance y menos aún sobre las de sus propios ciudadanos. Pistorius empezó ofendiéndose. Vance está insultando a la democracia alemana y eso no se puede tolerar, dijo.

Se pronunciaron muchas palabras nobles sobre la calidad del sistema estatal en el que el ministro estaba llevando a cabo su campaña electoral. Un ejemplo de esta calidad sería que los representantes de los medios de comunicación que, como él dijo, difunden propaganda rusa, pueden asistir a las ruedas de prensa del Gobierno alemán. No especificó a cuáles se refería. Tampoco mencionó que muchos de los medios de comunicación a los que se acusa de esto están prohibidos en Alemania y sus ciudadanos no pueden utilizarlos legalmente.

Despídanse de los juegos de poder

En gran parte de la política y los medios de comunicación europeos, Trump y su equipo parecen despertar una oscura mezcla de fascinación y odio. No dejan de especular: ¿qué quiere realmente esta gentuza? A mí me parece una pérdida de energía. En lugar de eso, prefiero mirar más allá. Y aceptar que la visión de un mundo mejor, de cualquier progreso, debe enfrentarse a los problemas sobre los que Washington está construyendo actualmente su discurso político.

Esto es precisamente lo que fomenta la eutopía. Por ejemplo, dejar de huir hacia la tecnocracia reaccionaria y de esconderse detrás de normas del derecho internacional (actualmente en descomposición), y darnos cuenta de que estamos perdiendo el tiempo atrincherándonos en nuestras posturas mientras Trump y su equipo nos roban el lenguaje del cambio profundo.

Trump nos ha puesto un espejo delante. ¿Qué podemos ver en él? Por ejemplo, que desde 1945 nos hemos acomodado de facto en un mundo de maquinaciones autocráticas. Pero ahora parece que mucha gente siente que en ese mundo las cosas no les van bien. Confían cada vez menos en él. Como demuestran numerosas encuestas en varios países del continente, prefieren huir antes que luchar en caso de peligro. Miles de millones gastados en armamento se desperdiciarán; casi nadie querrá usar esas armas.

Reconocer las maquinaciones autocráticas europeas reflejadas en el espejo de Donald Trump significa también constatar que, en las últimas décadas, no solo nos hemos engañado sobre las políticas de las llamadas «grandes potencias» y sus herederos, sino también sobre nuestros propios actos como beneficiarios de esta neoautocracia.

Cuando se trataba del Sudeste asiático (Corea, Vietnam, Laos, etc.), Oriente Próximo (Irán, Irak, Siria, Palestina, etc.) o América Latina, supuestamente siempre hemos buscado fortalecer los «valores democráticos» y «la paz». Nosotros, los occidentales, estábamos encantados de dar fe de ellos ante los demás mientras cometíamos o encubríamos crímenes atroces.

El presidente estadounidense simplemente continúa con esta política. Esta vez, sin embargo, también nos afecta a nosotros, los europeos. Y, a veces, habla de ello sin rodeos. Tanto si nos gusta como si no, Canadá y Groenlandia son ejemplos de reliquias del colonialismo europeo sobre las que simplemente hemos hecho la vista gorda.

¿No es el Canadá actual un producto de las guerras imperiales de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, y de negocios turbios que devastaron los recursos humanos y la naturaleza, incluido el comercio de tierras y personas a escala gigantesca (Compañía de la Bahía de Hudson, Luisiana, Alaska, etc.)? Por no hablar del trato a las Primeras Naciones, al que podríamos referirnos como genocidio.

¿Y qué hay de Dinamarca? Este país supuestamente tranquilo y progresista se separó dolorosamente de Islandia y las Islas Feroe durante el siglo pasado, pero se aferra a Groenlandia, donde, no hace mucho, el gobierno esterilizaba a las mujeres inuit por la fuerza.

En este contexto, las fronteras existentes y los sistemas políticos y económicos del corazón de Occidente tienen una legitimidad social cuestionable, si es que la tienen. Nuestro mundo contemporáneo es principalmente el producto de dos siglos y medio sangrientos que han costado cientos de millones de vidas, hectolitros de sangre y un sinnúmero de existencias destruidas. ¿Merece la pena garantizar la seguridad con el elevado riesgo de una guerra para mantener una herencia tan problemática?

Creo que necesitamos algo totalmente diferente: la eutopía nos impulsa a esforzarnos para plantear, por fin, de un modo completamente nuevo, en qué consiste un mundo mejor y cómo lograrlo. Todo el mundo necesita urgentemente un cambio.

Agenda progresista

El ejemplo de Trump podría ser nuestra oportunidad para corregir los errores del pasado. Con la imposición de aranceles y el endurecimiento de la política migratoria, el presidente estadounidense intenta dificultar el flujo de personas y mercancías. A menos que se cree un espacio político y económico unificado (incluyendo a Canadá y Groenlandia como parte de Estados Unidos). Uno puede indignarse ante esto, claro, pero también puede recordarse que el panamericanismo fue el sueño de casi todos los movimientos anticoloniales del continente, desde Alaska a la Patagonia. Washington se beneficia del fracaso trágico de esos sueños. Un fracaso al que Europa contribuyó de manera esencial.

Por lo tanto, puedo percibir el proteccionismo de Trump como un mensaje que transmite lo siguiente: las materias primas y los bienes de consumo no deberían circular libremente entre países cuando a las personas no se les permite hacerlo. Desde la perspectiva de la eutopía, este es otro sueño robado. Después de todo, un mundo mejor es aquel en el que las personas pueden moverse con la misma libertad con la que circulan los productos de la economía global.

Si seguimos esta línea de pensamiento, podríamos recuperar nuestra propia influencia progresista: si el mundo entero se uniera a Estados Unidos, no habría aranceles ni fronteras. Contaríamos con un sistema fiscal único, un sistema sanitario común y recursos naturales ilimitados. Incluso estaríamos a salvo de la guerra. Y apuesto a que Donald Trump no ganaría las próximas elecciones presidenciales en los «Estados Unidos del Mundo».

Las utopías mexicanas y la ‘eutopía’

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, sí que es posible una política progresista a una escala similar. A principios de este año, pasé tres semanas en Ciudad de México. Allí llevé a cabo proyectos en torno a la eutopía, pero también observé las prácticas políticas de Claudia Sheinbaum, presidenta de México, y de Clara Brugada, jefa de Gobierno de la Ciudad de México y exalcaldesa de Iztapalapa, un distrito urbano muy complejo.

La política de México hacia Trump es, por supuesto, un tema para otra ocasión. Sin embargo, me impresionó mucho la reacción de Sheinbaum ante el primer anuncio de la introducción de aranceles a los automóviles importados de México a Estados Unidos. ¿Amenazó la presidenta con una guerra arancelaria? ¿Se sintió ofendida? No, su primer instinto fue invitar a los jefes de las empresas automovilísticas del mundo a una reunión. Propuso buscar juntos un compromiso que fuera en interés de todas las partes. En respuesta a la sombría distopía de un Estado autárquico con la que Trump intenta seducirnos, el mensaje de la presidenta mexicana se acerca al pensamiento eutópico: construyamos lazos y aprovechemos los recursos de la sabiduría colectiva.

Clara Brugada pertenece al mismo partido que Sheinbaum. Independientemente de la turbulenta situación mundial, sigue adelante con su espectacular política social. Su principal objetivo es mejorar la calidad de vida de la ciudadanía. El proyecto emblemático de Brugada, ya desde su etapa en Iztapalapa, son las llamadas «Utopías».

Hoy en día, Utopías es un grupo de 16 centros comunitarios integrales que se construyeron desde cero. Quien no se sienta bien, tenga problemas en su vida o simplemente quiera pasar un buen rato, puede visitar una de estas Utopías. Las mujeres, por ejemplo, encontrarán allí una oferta especial para ellas. No solo pueden recibir fácilmente asesoramiento médico o psicológico, sino que también pueden dejar a sus hijos o familiares mayores en buenas manos mientras participan en actividades deportivas, educativas o incluso de spa.

El carácter eminentemente participativo de Utopías queda patente en sus talleres de cocina. Cualquiera puede participar y aprender a cocinar de una forma más sostenible, saludable y sabrosa. Para mantener un enfoque práctico y cercano a la vida cotidiana, los participantes deben llevar sus propios ingredientes. Un experto o una experta en nutrición dirige la clase y luego se llevan a casa los platos preparados. De esta manera, la familia descubre cosas nuevas sin alejarse demasiado de lo ya conocido. Además, la próxima vez se pueden compartir los aprendizajes y ajustar los siguientes pasos.

A nivel micro, el mensaje político de Clara Brugada va de la mano del de Sheinbaum. Demuestra que la autarquía es una quimera y que un buen Estado es aquel que ayuda a construir y valora los lazos sociales.

Esta experiencia me ha impresionado mucho. Me gustaría que los políticos europeos nos mostraran un respeto similar. Deberían abandonar la arrogancia de creer saberlo todo. Y acostumbrarse a aprovechar los recursos de la sabiduría colectiva. Deberían definir sus objetivos y acciones en constante comunicación con nosotros, con la ciudadanía, tanto a nivel local como global.

Trump, fiel a la historia europea

Trump habló de «cuerpos y balas» minutos antes de que estallara su famosa pelea con el presidente Zelenski en el Despacho Oval. Admitámoslo: es difícil no sentir repulsión ante aquella escena. No estamos acostumbrados a presenciar este tipo de conversaciones a un nivel político tan alto. Pero volvamos, una vez más, al espejo. ¿Quién de nosotros no ha utilizado un tono similar con sus propios padres, hijos o colegas de trabajo? ¿Y cómo fueron las conversaciones, por ejemplo, en Versalles, en 1919, cuando se confirmó la independencia de Polonia, pero no la de Ucrania? ¿O cuando en julio de 1945 se retiró el reconocimiento internacional al gobierno polaco en el exilio? La diferencia es que entonces no había cámaras.

¿Acaso alguien ha hablado con los millones de personas en Ucrania y Rusia enviadas a la guerra o condenadas a sufrirla porque un pequeño grupo de viejos funcionarios (presidentes, primeros ministros y oligarcas) y algunas pocas damas funcionarias decidieron que preferían la guerra en lugar de dialogar hasta caer rendidos? Esto me escandaliza especialmente. Porque incluso la conversación más impertinente es mejor que una matanza.

Permítanme recordarles lo que escribí en la primavera de 2022 en el diario polaco Rzeczpospolita: «No existe tal cosa como ‘una guerra justa’. La guerra no es una herramienta para resolver nada. Es un indicio de la bancarrota de las élites políticas, que son incapaces o que no quieren mantener la paz. Así que, antes de enviarnos a la guerra, deberían asumir la responsabilidad por su fracaso y marchar ellos mismos al frente».

Mientras tanto, en el espíritu de eutopía, les insto a no renunciar al lenguaje político de la empatía y los sueños. Incluso propongo que mostremos un mínimo de gratitud al presidente estadounidense –parece especialmente receptivo a ello–. Y mientras él disfruta de este aprecio, nosotros podríamos aprovechar el tiempo para crear las condiciones que hagan del mundo un lugar mejor y ponerlas en práctica.

INFORMACIÓN:  

La versión alemana de este ensayo ha sido publicada en el diario “Berliner Zeitung”, la polaca en la revista “Liberté!” y en el castellano en “La Merea”.

NOTA BIOGRÁFICA: Stanislaw Strasburger (Varsovia, 1975) es escritor, viajero y gestor cultural. Explora temas como la memoria y la movilidad, persigue activamente la «eutopía» y cree en la fuerza de la atención plena. Es autor, entre otros, de los libros ‘El mercader de recuerdos’ (2009) y ‘Obsesión: Líbano’ (2016), y publica habitualmente tanto en polaco como en alemán y, desde hace poco, también en español. Vive entre Berlín y Varsovia, aunque pasa temporadas largas en diferentes ciudades mediterráneas. Es miembro de la junta directiva de Humanismo Solidario y participa activamente en la asociación Netzwerk freie Literaturszene en Berlín. Dirige la Casa Eutopía en Granada.

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