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CAINISMO: ¿CORAZÓN O MENTE?

(Escrito por FUENSANTA MARTÍN QUERO)

Es cotidiano, tangible y, muchas veces, se percibe como natural y, de natural, casi podría pasar desapercibido para el resto de los que componen la enorme masa que conforman “los demás” si no llega a ser porque, pese a quien pese, deja huella, y mucha. El cainismo es el pan nuestro de cada día. Se filtra por los rincones más insospechados o bien, a las claras, vapulea sus aires haciendo acto de presencia a toda costa; puede andar a tientas, pero normalmente es descarado; se camufla camaleónicamente o directamente arroja el dardo. Este pecado casi original, heredado según dicen de los primeros hermanos de la historia, de tanto repetirse, dejó hace tiempo de ser original. Pero ¿dónde radica la raíz de su existencia? ¿Cómo es posible que la lucha de poder, en sentido amplio, impregne cada aspecto de la vida humana hasta extremos  ̶ a diferencia del resto del mundo natural ̶  demenciales? ¿Realmente es la lucha de poder la base de este mal que nos acosa más o menos a todos/as, o debajo de la misma subyacen emociones confusas? Y aún más, ¿cuál es el centro enquistado de donde emerge la maldad?

En las últimas décadas, las interesantísimas investigaciones realizadas en el campo de las neurociencias nos han desvelado descubrimientos significativos. Uno de ellos nos viene a decir que aquella faceta sentimental que metafóricamente se le venía atribuyendo al corazón desde tiempos remotos, ahora resulta que tiene más que ver con las hormonas y con las neuronas que con ese órgano maravilloso que, no sólo se ha dedicado a bombear la sangre para todo el cuerpo, sino que además ha recibido certeras flechas de Cupido o ha impelido cicutas ponzoñosas hacia supuestos adversarios. No es en el corazón, por tanto, sino en el núcleo de nuestro cerebro donde palpitan nuestras emociones. Llamado cerebro interno o reptiliano, por su origen en nuestros ancestros los reptiles, se corresponde con la fase más primitiva de la evolución del ser humano, en tanto que el neocórtex, que es la envoltura rugosa situada sobre todo en la zona prefrontal de la cabeza y, por tanto, la más superficial, se corresponde con una fase evolutiva más reciente, siendo precisamente en esta envoltura donde se procesan la racionalidad y la inteligencia, el lenguaje y el pensamiento.

Así pues, los científicos especializados en neurociencias distinguen diversas capas en el cerebro que se van correspondiendo con las sucesivas etapas evolutivas del ser humano, que incluso presentan propiedades bioquímicas distintas, diferenciando claramente el núcleo de la envoltura, el cerebro reptiliano o cerebro “límbico”  ̶ nombre que le dio el neurólogo francés del siglo XIX, Paul Broca[i] ̶  del neocórtex. Este último está mucho más desarrollado en nuestra especie que en el resto de los primates sociales y nos da una capacidad racional que nos hace diferentes a las demás especies del planeta. El cerebro interno, por otra parte, es el encargado de dirigir nuestras funciones básicas de supervivencia, como el funcionamiento del corazón, las hormonas o la tensión arterial, y de gestionar nuestras emociones; y en él encontramos el sistema límbico que incluye, entre otras estructuras, el hipocampo y una zona redondeada denominada amígdala cuya función principal es la intermediación de las emociones[ii]. Estos descubrimientos han sido ampliamente publicados y comunicados a la ciudadanía por personalidades relacionadas con el mundo de la ciencia. Nombro, por ejemplo, al excelente divulgador científico español Eduardo Punset o al médico e invertigador norteamericano de origen francés David Servan-Schreiber. Ambos se han hecho eco de numerosos estudios relativos a esta estructura cerebral y a la especialización funcional que la caracteriza.

Entre esos estudios, existen investigaciones que ponen de manifiesto que la dualidad razón/emoción está gestionada en zonas diferenciadas del cerebro pero, a su vez, estas están interconectadas entre sí. De esta interconexión surge la duda a priori sobre si las decisiones benignas o malignas  tomadas por un individuo son productos en mayor medida de sus emociones, cuyo centro de partida hemos indicado que reside en el cerebro reptiliano  ̶ o corazón en la imagen tradicional donde se habían ubicado nuestros sentimientos e impulsos ̶ . Cita Eduardo Punset en su libro El viaje a la felicidad. Las nuevas claves científicas (Ediciones Destino, 2005) a Dylan Evans, científico de la Facultad de Informática, Ingeniería y Ciencias Matemáticas de la University of the West of England en Bristol, que sostiene que todas la decisiones son emocionales. Para Evans la toma de decisiones de un individuo pasa por tres fases: al principio se produce una emoción y, a continuación, tiene lugar un proceso racional en el que se tienen en cuenta la información de que se dispone, las ventajas e inconvenientes, los argumentos que hacen inclinar la balanza hacia una opción concreta o bien alejarla; sin embargo, es al final cuando la emoción vuelve a intervenir para determinar una decisión concreta. Por tanto, las emociones actúan tanto al principio como al final de cualquier decisión.[iii] Lo que quiere decir que, aunque las acciones de los individuos estén impulsadas por el cerebro racional, su origen seguramente se encontrará en los circuitos neuronales de su sistema límbico y de la amígdala. Evidentemente, de ello se desprende que, mientras más impulsiva sea una acción, menos será la intervención del neocórtex en el proceso de la toma de  decisión de llevarla a cabo.

Pero además, esa transmisión desde el cerebro primordial o núcleo hacia el neocórtex se produce a través de circuitos neuronales que se van programando con el paso del tiempo. A partir de experimentos realizados con ratas, y posteriormente con humanos en las últimas décadas, se sabe que el cerebro procesa información partiendo de ciertas emociones que predetermina el flujo neuronal posterior, por ejemplo con emociones relativas al miedo. Se sabe que muchos miedos del adulto tienen su origen en la infancia, tanto si se ha experimentado una situación peligrosa como si no, si han sido inducidos o aprendidos. Las neuronas fluyen por autopistas que se van elaborando con el tiempo y que determinan los comportamientos. Es como un ordenador al que se le introduce un programa específico, cualquier información posterior la interpretará en función de ese software concreto. Parece ser que la desprogramación de esos circuitos neuronales entraña una gran dificultad, y ello es así porque las conexiones neuronales procedentes del córtex hacia el cerebro interno o amígdala están menos desarrolladas que las que van en sentido inverso. Lo que quiere decir que las emociones influyen más en los razonamientos que estos sobre aquellas. De ahí la dificultad de controlarlas.[iv] En este sentido David Servan-Schreiber sostiene que el cerebro emocional mantiene una relación más estrecha con el cuerpo que con el cerebro cognitivo y propone una serie de métodos de tratamiento, como el llamado “coherencia del ritmo cardiano” o la “sincronización de los ritmos cronobiológicos con el amanecer artificial”, para la curación de enfermedades como la depresión o la ansiedad, dirigidos al cerebro emocional de forma directa casi sin la intervención del lenguaje y prescindiendo del pensamiento.[v] 

Algunas de estas ideas contrastadas científicamente desde las neurociencias presentan cierta semejanza, grosso modo y en determinados aspectos, con lo que en la Edad Moderna expusieron desde otra perspectiva los filósofos empíricos. Estos sostenían que la percepción y la experiencia son fundamentales para la comprensión del mundo. Uno de sus máximos exponentes, John Locke, contrario al innatismo, comparó la mente de un recién nacido con una “tabula rasa” o pizarra en blanco, porque creía que nuestras mentes son totalmente impresionables a través de los conocimientos procedentes del exterior. Locke distinguía dos tipos de ideas adquiridas a través de la experiencia: las sensaciones (información adquirida a través de los sentidos) y las reflexiones (información procedente de procesos mentales como el pensar o el imaginar). La teoría de la tabula rasa implica que los niños van adquiriendo un sistema de valores, unas ideas, una forma de pensamiento, en definitiva, modulada por la experiencia previa antes de la propia consciencia sobre las mismas. Podríamos decir, pues, que esta teoría no discrepa con la actual nacida de la investigación fundamentada en la impresión de los circuitos neuronales desde la infancia que condicionará posteriormente las emociones y estas a su vez la lógica, concluyendo todo ello en actos concretos de los individuos en los que juega asimismo un papel determinante todo un complejo flujo hormonal que pone en funcionamiento a nuestro organismo. Cuerpo y mente al unísono y sus repercusiones internas y externas en todos los sistemas o aparatos que conforman la persona.

Las neurociencias, asimismo, han sido capaces de identificar dónde se ubica la maldad. En los años setenta del pasado siglo se fabricó un escáner o tomografía por emisión de positrones (PET), que ha sido desarrollado posteriormente con el avance tecnológico, a través del cual se puede ver la actividad del cerebro ante ciertos estímulos[vi]. Una de las características de los psicópatas es la baja capacidad de empatizar con los demás; es decir, la escasa o nula actividad de la zona cerebral en donde tiene lugar la empatía. Un grupo de investigadores del Instituto Neerlandés de Neurociencia de Ámsterdam ha descubierto que esta cualidad está relacionada con las denominadas “neuronas espejo” que se ubican en una región del cerebro encargada de conectar el sistema límbico y el neocórtex denominada córtex cingular anterior, cuya actividad puede ser detectada cuando se experimenta dolor o lo observamos en los otros[vii]. Lo que no quiere decir que todo aquel que ante el dolor ajeno muestre esa inactividad sea un potencial asesino o psicópata, porque esta insensibilidad o inactividad del cerebro interno también se produce en determinados individuos pertenecientes a algunos colectivos profesionales que están habituados a presenciar el sufrimiento ajeno. En cualquier caso, existen muchos y muy variados grados y tipos de maldad llevadas a cabo o dirigidas por personas que responden a un perfil de normalidad. Desde una agresividad manifiesta en el hacer y/o en el decir hasta una soterrada malicia que está presente en una ingente cantidad de actos y de circunstancias, en escenarios y en pensamientos procedentes de una percepción concreta y particular de la realidad. Esto ha dado lugar a que dentro de la Psicología actual se hable de personas tóxicas como aquellas que son dañinas, que avasallan, humillan, descalifican y manipulan a otros de forma consciente y se complacen con ello, “vampirizando” el bienestar ajeno, muchas veces bajo una apariencia inocua e, incluso, encantadora. Sin embargo, hay psicólogos que opinan que, más que personas tóxicas, existen comportamientos tóxicos. Desde una perspectiva o de otra, lo que realmente predomina es la malignidad de los actos y sus nefastas y destructivas consecuencias hacia los demás, física y/o psicológicamente, obstaculizando o malogrando de manera importante las relaciones interpersonales.   

Pero el sentimiento perverso ¿es una emoción predeterminada o, por el contrario, constituye el producto de todo un proceso interno de nuestro cerebro inducido por múltiples condicionamientos sociales y circunstanciales? Además de las tesis genetistas que ponen el acento en una predisposición innata que determina la condición del individuo  ̶ es decir, sencillamente es que se nace así ̶ , hay investigaciones que atribuyen a ciertas alteraciones sufridas en la corteza cerebral la incapacidad de los individuos que la desarrollan para ponerse en el lugar de los demás. Por otra parte, hay tesis que consideran como determinante la influencia de factores socioculturales y ambientales en el desarrollo de la conducta maligna o benigna de los individuos. En este sentido, resulta muy ilustrativo el experimento llevado a cabo en los años setenta del pasado siglo por el psicólogo de la Universidad de Stanford, Philip Zimbardo, divulgado a través de una interesante entrevista que Eduardo Punset le hizo en el programa REDES, de RTVE, titulado La pendiente resbaladiza de la maldad, emitido el 4 de abril de 2010[viii], en el que además se aborda el problema de los prejuicios que muchas personas manifiestan hacia “los diferentes” en cualquier aspecto, dando lugar a conductas abusivas y denigrantes, y cómo el ser humano es capaz de infligir infinitos daños a individuos de su propia especie.

Según cuenta el propio Philip Zimbardo en la citada entrevista, el experimento realizado en los sótanos de la Universidad intentó medir qué incidencia tiene el ambiente en la conducta de las personas. Para ello se seleccionó a un grupo de estudiantes con un perfil de personas normales y se les asignaron a unos roles de guardianes y a otros roles de prisioneros, debiendo convivir de esta forma durante varias semanas en una prisión ficticia creada con todos los elementos para que pareciera real. Sin embargo, a los pocos días el experimento tuvo que ser suspendido porque el nivel de tensión entre los alumnos era de tal magnitud que llegaron a producirse escenas de violencia psíquica y de trato vejatorio. Esto demostraría cómo personas a priori normales y de naturaleza buena pueden convertirse en auténticos perversos por la influencia de un determinado ambiente. Sin embargo, durante la entrevista también se reconoce que la misma situación que hace que ciertas personas cometan actos violentos influye en otro tipo de personas en sentido inverso convirtiéndolas en héroes, en personas que son capaces de entregarse a una causa en beneficio de los demás.

 Si como hemos visto, y teniendo en cuenta todas estas tesis, los circuitos neuronales forjados fundamentalmente desde la infancia y con la influencia además del entorno condicionan el desarrollo de emociones positivas o negativas a partir de la experiencia, sería interesante, si abogamos por un mundo mejor, incidir en propuestas que eleven la empatía de los individuos desde tempranas edades. Una sociedad en continua transformación no puede basar exclusivamente su progreso hacia adelante en la competitividad más agresiva que lleva inexorablemente a la confrontación de individuos, colectivos y países. La competencia, básicamente, puede que sea resultado de la lucha por la supervivencia, y que esta esté ya marcada en los propios genes como se evidencia en la carrera contrarreloj que los espermatozoides realizan para alcanzar el óvulo en el proceso de la fecundación, pero lo cierto es que cualquier aspecto de la existencia tiene su contrapeso, su polo opuesto, que permite la búsqueda del equilibrio. La salud y la enfermedad, el frío y el calor, el invierno y el verano, el sueño y la vigilia, etc., son binomios cuya alternancia equilibrada permite la existencia. Fomentar la empatía, en términos generales, como contrapeso a una excesiva competitividad basada en un superego social patológico, sería un balón de oxígeno para un mundo demasiado asfixiado. Bajar grados al termómetro de la maldad poniendo en tela de juicio los valores dominantes, como contrapunto que permita el equilibrio de los sistemas, de las sociedades y, en definitiva, de los individuos.

La empatía implica un conjunto de capacidades que la persona puede desarrollar o bien poner en práctica de manera innata y que le permiten reconocer y entender las emociones y comportamientos de los demás. Forma parte de la inteligencia interpersonal favoreciendo las relaciones entre los individuos, y pertenece al ámbito de las capacidades relativas a la inteligencia emocional que abarca además el conocimiento y control de las emociones propias o intrapersonales. Actualmente estos conceptos, que ya fueron expuestos explícitamente por autores como Daniel Goleman (Inteligencia emocional. Editorial Kairós, 1995), constituyen un conjunto de propuestas que, en definitiva, buscan soluciones para la autogestión de las propias emociones y su proyección hacia los demás, lo que, a priori, pone en evidencia el fracaso de los valores imperantes y de los sistemas derivados netamente de ellos, como podemos ver en el grado de violencia que por doquier aqueja a nuestro mundo, en los conflictos bélicos o en el desencadenamiento de importantes crisis económicas globales, consecuencia de una depredación financiera y macroeconómica exacerbada cuya raíz habría que buscarla, pienso, en la propia depredación humana.  Poner énfasis en el desarrollo de estas capacidades derivadas de la inteligencia emocional e interpersonal a través de los sistemas educativos y de los medios de divulgación en sus diferentes niveles o ámbitos (académicos, analíticos o medios de comunicación de masas) redundaría, a mi juicio, en la evolución de un mundo más justo, más equitativo, menos agresivo, con menos desequilibrios, al tiempo que fomentaría el bienestar y el desarrollo personal. Tener empatía hacia los demás es ponerse en el lugar del otro, es intentar ser receptivos y entender las opiniones, sentimientos y formas de actuar ajenos, sin que ello suponga que se deba estar de acuerdo con estos. Implica, por tanto, captar los pulsos, los latidos  ̶ es decir, las emociones que emergen desde el cerebro límbico ̶  de nuestros coetáneos, y proyectar respuestas lo más adecuadas posible.

En cualquier caso, no hay que olvidar que, como dice un dicho indio, dentro de cada uno de nosotros hay dos perros luchando, uno bueno y otro malo, y de los dos ganará aquel al que decidamos alimentar.


[i] SERVAN-SCHREIBER, David (2003): Curación emocional, Editorial Kairós S.A., Capellades (Barcelona), p. 32.

[ii] PUNSET, Eduardo (2005): El viaje a la felicidad. Las nuevas claves científicas, Ediciones Destino, Barcelona, p. 52.

[iii] Ob. Cit., p. 62.

[iv] Ibi., p.70.

[v]  SERVAN-SCHREIBER, David (2003): Ob. Cit., p. 34.

[vi] https://es.wikipedia.org/wiki/Psicopat%C3%ADa

[vii] https://www.zinkinn.es/localizada-la-zona-cerebral-donde-tiene-lugar-la-empatia/

[viii]La pendiente resbaladiza de la maldad”, capítulo del programa REDES de RTVE, conducido por Eduardo Punset, y emitido el 4-4-10.

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