Autor: Manuel Ángel Vázquez Medel
LAUDATIO CON OCASIÓN DE LA ENTREGA DEL PREMIO ERASMO DE ROTTERDAM
EMILIO LLEDÓ: HUMANISMO LÚCIDO Y SOLIDARIO (physis, lógos, mnéme, poíesis, pólis, éthos, philía, paideía, areté)
Manuel Ángel Vázquez Medel
Catedrático de Literatura y Comunicación en la Universidad de Sevilla
Querido don Emilio, Sr. Consejero de Cultura, Señor Alcalde de Málaga, Señor Vicerrector, autoridades, Presidente, Secretario y miembros de la Asociación Internacional Humanismo Solidario, amigas, amigos:
Han de ser mis primeras palabras de profunda y plural gratitud: a la Asociación Internacional Humanismo Solidario, por encomendarme la hermosa tarea de poner voz y palabra a esta Laudatio de don Emilio Lledó Íñigo, con ocasión de la entrega del Premio Erasmo de Rotterdam, en el que le precedió, a título póstumo, José Luis Sampedro; a la Universidad hermana de Málaga, por acogernos en este lugar de su corazón simbólico… y muy especialmente a don Emilio Lledó, porque he tenido la fortuna y la dicha inmensa de que su palabra viva y lúcida, crítica y creativa, profunda y actual siempre, me acompañe desde mis juveniles años de formación como filólogo hasta el día de hoy, ya iniciada mi ilusionada senectud (y en esto también le tengo como ejemplo). Confío en que la vida nos permita seguir muchos años ese diálogo fecundo que hace posible el milagro de la lectura (tengo ya reservado mi ejemplar de su próximo libro Sobre la educación: La necesidad de la literatura y la vigencia de la filosofía, anunciado para el próximo 22 de marzo) y quiero hoy ofrecer el testimonio de alguien que ha intentado que su existencia sea más hermosa, más auténtica, más buena, gracias a la ejemplaridad de su vida y de su obra.
Hubiera sido imposible encontrar mejores candidatos que Sampedro y Lledó para este nuevo e importante reconocimiento que lleva el nombre de un humanista, Erasmo de Rotterdam, que expresa esa otra Europa posible más allá de la de los mercados, mercaderes y mercancías: una Europa de los Pueblos, de la educación y de la cultura, de la palabra y el diálogo, de los valores de libertad, igualdad y fraternidad que hunden sus raíces en el mundo griego, que con tanto rigor, belleza y vigor nos ha desvelado don Emilio.
Es parte de mi tarea glosar los méritos del premiado. Pero en este caso resulta tan innecesario ante un auditorio que conoce, reconoce y admira su vida y su obra, que apenas me permitiré recordar datos que están en la mente de todos, para pasar a continuación, con la brevedad que exige el acto, a lo que entiendo es el corazón mismo de sus aportaciones, al menos como yo las he vivido (pero deseo también representar en mis palabras a muchos de sus agradecidos lectores).
Emilio Lledó Íñigo (Sevilla, 1927), con raíces familiares en Salteras, vio la luz en Triana, donde vivió hasta los seis años, y pasó el resto de su infancia en Madrid en los duros tiempos de la guerra civil, en los que se nutrió de las enseñanzas de don Francisco, su primer maestro. Estudió, en las universidades de Madrid y Heidelberg, Filosofía y Filología clásica. De 1956 a 1962 fue docente en esa universidad alemana, en la que conoció a Hans George Gadamer y otros grandes maestros como Karl Löwith y Otto Regenbogen. Ha sido catedrático de Instituto en Valladolid, y catedrático de Historia de la Filosofía en las universidades de La Laguna, Barcelona y UNED de Madrid. En 1988 fue nombrado fellow del Wissenschaftskolleg (Instituto de Estudios Avanzados) de Berlín, y en 1990 se le concedió el Premio Alexander von Humboldt de la República Federal Alemana. En 1992 fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura (Ensayo), y desde 1994 es miembro de la Real Academia Española.
Hijo Predilecto de Andalucía (2003), Premio Internacional Menéndez Pelayo (2004), «Cruz Oficial de la Orden del Mérito» de la República Federal de Alemania (2005), Premio Fernando Lázaro Carreter de la Fundación Sánchez Ruipérez (2007), Premio María Zambrano (2008)… Y muchos otros reconocimientos y distinciones, que culminan con el Premio Nacional de las Letras Españolas, el «Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña» (2014) y el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades (2015).
Entre sus publicaciones se encuentran: El concepto ‘poíesis’ en la filosofía griega (1961, Dykinson, 2010), Filosofía y lenguaje (1970, Crítica 2008), La filosofía hoy (1975), Lenguaje e historia (1978; Dykinson, 2011), La memoria del logos (1984; Taurus, 1996, 2015), El epicureísmo (Taurus, 1984, 2014), El silencio de la escritura (1991), El surco del tiempo (1992), Memoria de la ética (Taurus, 1994, 2015), Días y libros (1995), Imágenes y palabras (1998, Taurus, 2017), Elogio de la infelicidad (2005), Ser quien eres. Ensayos para una educación democrática (2009), El marco de la belleza y el desierto de la arquitectura (2009), El origen del diálogo y de la ética. Una introducción al pensamiento de Platón y Aristóteles (2011), Los libros y la libertad (2013), Palabra y humanidad (2015), Fidelidad a Grecia (2015).
“Fidelidad” es palabra especialmente querida para Lledó, y por coherencia con lo que ella significa me permitirán que comparta en este momento mi experiencia del descubrimiento deslumbrante de su pensamiento y su elegante escritura. De este modo estas palabras no brotarán de una reflexión fría y especulativa, sino del Lebenswelt, del mundo de la vida.
Tuve la inmensa fortuna, a mediados de los setenta del pasado siglo, de tener como profesores de “Filosofía del lenguaje” a Mariano Peñalver Simó, que ultimaba su obra La búsqueda del sentido en el pensamiento de Paul Ricoeur, y a un joven Diego Romero de Solís, a quien Lledó dirigió su Tesis, y entonces preparaba Poíesis: sobre las relaciones entre filosofía y poesía desde el alma trágica (1981). A nadie extrañará que, de inmediato, me encaminaran a la lectura de los primeros libros de Emilio Lledó: El concepto ‘poíesis’ en la filosofía griega (1961) y Filosofía y lenguaje (1970).
Inicia T.S. Eliot el segundo de sus Four Quartets, East Coker con el verso“En mi principio está mi fin” y lo clausura diciendo: “En mi fin está mi principio” para cerrar en el último poema del ciclo, Little Gidding, con unos hermosos versos:
Lo que llamamos el principio es a menudo el fin
Y llegar al final es llegar al principio.
El fin es el lugar del que partimos.
Recientemente, con ocasión de la reedición de aquellas obras primeras, Lledó ha reconocido que en ellas estaban, embrionariamente, esos grandes intereses que desarrollaría más ampliamente en obras posteriores. Así, recordaba en una nota para la edición de 2010 de El concepto ‘poíesis’ en la filosofía griega: “a pesar de los años transcurridos, la sustancia, la “manera de ser”, de este escrito, que respondía a mis intereses de entonces y a mi experiencia en la Universidad alemana, mantenía vivo su sentido y sus inquietudes intelectuales. Y ello porque sigue vivo para mí no sólo el interés por el lenguaje poético que nos abre las puertas de ese infinito territorio del ser y del sentir, sino por el lenguaje en sí mismo –“ese puente de unión entre seres eternamente separados”-, un puente que acoge, que llena de luz, que abre el mundo, que hace fructificar nuestro cerebro, pero que también oscurece, engaña, manipula y destroza la posibilidad de pensar” (p. 14).
No es accidental que la raíz del pensar de Lledó esté en la poesía y en el lógos que la sustenta y la hace posible. Aquel libro primero, que hizo aún más profundo mi amor por la palabra (y especialmente por la palabra poética) era mucho más que el estudio del origen del concepto de poesía desde sus primeros textos, desde que poíesis apareciera por primera vez en Heródoto, y a través de Heráclito, los sofistas y el Ión platónico, se fuera transformando desde un hacer material (acepción primera de poiéo) a una creación compleja en y desde la palabra, que no se limitaba a deleitar, sino que -con su fuerza constructora- desplegaba un extraordinario potencial educativo y transformador. Porque a través de la palabra llegamos al cerebro de los demás y transformamos sus mentes.
Filosofía y lenguaje (1970), más allá de los formalismos que regían el tránsito de los sesenta a los setenta, nos replanteaba (desde la reflexión lógica, analítica o semántica de las raíces del lenguaje) las relaciones profundas entre el ser humano y el mundo con el que se relaciona y que, de algún modo, a través de la palabra, representa y recrea en su interior. Y nos lleva a esa tensión que nos constituye, en las complejas relaciones individuo-sociedad; pues lo social no es algo sobrevenido o un accidente de lo humano, sino el núcleo mismo desde el que nos desplegamos. En una breve nota a la última de las ediciones, treinta y ocho años después, Lledó insiste: “seguro que la mínima satisfacción del autor, al enfrentarse con sus propios textos se debe, en este caso, a que todo aquello que tiene que ver con el lenguaje nos lleva siempre a las estructuras esenciales, sustanciales, de los seres humanos” (p. 6). Sigue siendo “el tema de nuestro tiempo”: “pensar sobre el lenguaje que guarda y alumbra nuestros pensamientos, ya que estos son lo que realmente nos sostiene y construye nuestra humanidad, es una tarea presente y una posibilidad de futuro” (p. 7).
No podré desgranar ahora el positivo impacto que cada una de sus obras posteriores significó para mí y para tantos seguidores de Emilio Lledó, más allá de los a veces cerrados recintos de la filosofía y la filología. Porque la vocación pedagógica de Lledó le ha llevado a estar presente en las ágoras de los siglos XX y XXI, como acreditan sus importantes manifestaciones en los medios de comunicación y la excepcional calidad de sus conferencias, diálogos y otras intervenciones públicas, muchas de las cuales podemos seguir ahora en Internet, la nueva ágora digital, llena de posibilidades, pero también de amenazas, como Lledó ha denunciado. Recordemos sus palabras al final del capítulo titulado ‘Voz que no clama en el desierto’ de Fidelidad a Grecia: “El día en que nuestros ojos, alumbrados únicamente por los fogonazos de esperpentos electrónicos, de imágenes desde la nada, dejen de añorar la serena visión de las letras habrá empezado, otra vez, la edad oscura de la piedra.”
Deseamos poner en primer plano, en la entrega del Premio Erasmo de Rotterdam, su defensa de las raíces de lo humano en su conexión con la phýsis; de la humanización de los individuos y de la sociedad gracias al lógos, al diálogo y a la educación; su visión solidaria de la existencia. Pero lo hacemos, sobre todo, por la fuerza extraordinaria de un pensamiento lúcido y coherente, que ha ido articulando, en sus diferentes obras, una secuencia de palabras-clave, cuyas raíces etimológicas y evolución histórica ha analizado con precisión y riqueza. Quizás un lector superficial pudiera pensar que su obra aborda aspectos diversos y dispersos del pensamiento, desde las bases de los filósofos del mundo griego, y también de algunos de los grandes pensadores, especialmente desde el humanismo renacentista a nuestros días. Tal vez crea que cada obra es el fragmento de un espejo trizado. Pero cuando lo contemplamos -como decía Ayala, que en tal alta consideración y estima le tenía- reconocemos el rostro de Emilio Lledó, y también reconocemos nuestro propio rostro. Porque su obra tiene una gran coherencia y un claro hilo conductor que no es otro que la vida humana, que se nutre de la palabra, y que aspira a una sensata felicidad (eudaimonía). Una felicidad –nos dirá en Elogio de la infelicidad- que es imposible “si la mirada descubre, alrededor de la vida individual, la enfermedad social y la corrupción que destroza la vida colectiva” (p. 14), porque la felicidad personal es “imposible si no tiende, de alguna forma, a la compañía y felicidad de los demás” (p. 15).
Si tuviera que trazar, desde mis lecturas, un esquema mínimo del impresionante edificio que ha construido en la palabra, “morada del ser” (Heidegger), “casa de tiempo y de silencio que va al río de la vida” (Juan Ramón Jiménez), comenzaría por destacar su profundo entronque con la materia, con la naturaleza, con la vida, con la corporeidad y todo lo que implican: somos materia, somos cuerpo, somos espacio, somos tiempo, somos vida. “Amamos el conocimiento, amamos el saber, pero sobre todo amamos la vida”, ha dicho en diversos lugares y con distintos matices. Y, desde la vida, destaca la potencia del mirar, tanto con los ojos del cuerpo como con los de la mente, en ese theoréin que, al igual que la mirada física, viene del verbo oráo. “La vista representa el universo de los hombres, caracteriza y define los objetos, simboliza la reflexión intelectual” (EI, p. 27). Por ello ha tenido la sabiduría de evidenciarnos las complejas y ricas relaciones entre Imágenes y palabras. Nuestro descubrimiento del “gozo de los sentidos” (aistheséom agápesis) (Met. I980a) fue propiciado por una forma nueva de mirar la realidad para hacerla inteligible, para intentar alcanzar su significado y su sentido. Quizás lo contrario del proceso que una parte de la sociedad está viviendo ahora: regreso desde lo inteligible a lo sensible, radicalización del homo videns, como denunciara Sartori. Proceso en el que el homo sapiens sapiens, este ser peculiar que no solo sabe, sino que sabe que sabe, se vuelve homo insipiens, necio, insípido…
Nos hacemos conscientes de la realidad (pues “lo real” nos resulta inalcanzable) gracias al lógos, a la palabra, en la que estamos, pero sobre todo, desde la que somos: palabra, lengua materna, que habitamos, pero también lengua matriz, en la que nos singularizamos y construimos nuestro propio acento y esa resonancia que es el fundamento de nuestra persona (que per-sonat a través de la máscara que construimos). Hablamos ahora de sonidos humanizados en la voz, porque el lógos es phoné semantiké, como decía Aristóteles y gusta repetir a Lledó. Tal vez porque en esa definición, en tan solo dos palabras, se expresa lo más profundamente humano, porque phoné nos une al mundo de la materia y de la phýsis, al sonido, al ritmo; y semantiké pone el acento en nuestra incansable búsqueda de significado y de sentido.
Pero el lógos que nos hace conscientes de nosotros mismos y de los demás necesita de la memoria (mnéme), de ese registro dinámico y cambiante desde el que interpretamos el mundo y la realidad: memoria en el tiempo, fundamento de las identidades individuales y colectivas. “Ser es, esencialmente, ser memoria”, nos dirá en El silencio de la escritura (1991)(p. 10), cuyas palabras iniciales son toda una advertencia: “Es posible que se convierta en un asunto urgente el reflexionar sobre la memoria y la escritura. No sólo porque la presión de un espacio social sobresaturado de informaciones y noticias en buena parte manipuladas, acaba por encerrar a los hombres en la absorción, sin disfrute y provecho, de un presente cada día más ‘electrónico’ y más efímero, sino por la ideología que llega a teñir insensiblemente esos hechos” (p. 9). Dos de sus títulos esenciales llevan esta palabra: La memoria del logos (1984) y Memoria de la ética (1994). Ahora, ante la saturación informativa y la “infoxicación”, podemos preguntarnos como T.S. Eliot, dónde está la sabiduría que perdimos con tanto conocimiento; dónde el conocimiento que ha sido desplazado por tanta información… Por ello es imprescindible digerir la información adecuadamente y transformarla en conocimiento; orientar nuestro conocimiento al servicio de la vida y de la dignidad de los seres humanos y de la naturaleza a la que pertenecemos, para que sea auténtica sabiduría. Conocimiento, sí, pero conocimiento encarnado: “El conocimiento determina la vida; pero un conocer mezcla de voluntad y de deseo, de memoria y de experiencia, de ilusión y decepción” (IP, p. 300).
En nuestra reflexión, nos hacemos conscientes de nuestro carácter menesteroso (endeés) y por ello de nuestra radical necesidad de los otros, de lo imprescindible que nos resulta la relación con los demás gracias a la palabra, diá-logos, pero también de la philía, en cuyo fundamento está el principio de alteridad (y, desde hace unas décadas lo sabemos, de sus bases biológicas las neuronas-espejo). Y aquí radica la sólida visión que de la solidaridad nos ofrece en todos sus escritos, coherente -como todas sus aportaciones- con los conocimientos que desde hace unas décadas nos descubren las neurociencias.
Lledó nos ha guiado hacia los orígenes mismos de la interacción social, basada en la necesidad y en la asistencia mutua, en la solidaridad y en la philía, cuyas bases están en la philautía, el amor a sí mismo, y se configura en la pólis y en la política, en la vida compartida regulada por la ley (nómos), y cuando la polis resulta amenazada, defendida siempre por el impulso interior de nuestro ethos. Y por ello resulta fundamental la educación, la paideía que, orientándonos desde niños y hasta el final de nuestros días, nos permite aspirar a los tres grandes universales de “Verdad”, “Bien”, “Belleza” (Alétheia, Agathón, Kalón). Así se alcanza la verdadera areté, esa excelencia que se basa en la virtud, en la fuerza de nuestros pensamientos, de nuestros sentimientos y de nuestras acciones.
Hay en todo su pensamiento una constante referencia a la importancia de la política entendida como “el desarrollo de lo público, de las ideas que sostienen lo público: un espacio común de individuos obligados, por naturaleza, a vivir en comunidad, a crear, por tanto, comunidad, a inventar solidaridad” (LL, p. 58). Sin olvidar que cuando la polis se degrada y la política se corrompe, aún queda la esperanza de una respuesta regeneradora de nuestro ético impulso interior, alimentados por la educación y la cultura.
A ninguno de los seguidores del pensamiento de Lledó sorprendió la publicación, en 1984, de El epicureísmo. Una sabiduría del cuerpo, del gozo y de la amistad, subtítulo que compendia y anticipa la perspectiva de la obra, que pretende abordar “uno de los mensajes más creadores del pensamiento filosófico”, porque “la lectura de Epicuro sigue siendo un saludable estímulo para la defensa de la vida, del gozo, de la serenidad y de la solidaridad” (p. 15), porque su obra “alumbró de una luz distinta, la democratización del cuerpo humano, el apego a la vida y a la pobre y desamparada carne de los hombres, entre cuyos sutiles y misteriosos vericuetos alentaba la alegría y la tristeza, la serenidad y el dolor, la generosidad y la crueldad. Y, sobre todo, imaginó una educación y política del amor, única forma posible y esperanzada de seguir viviendo” (p. 10). Educación y política del amor que conecta plenamente con el sentido de esa “biología del amor” de que habla Humberto Maturana como raíz y origen de lo humano.
Qué acierto que el capítulo que dedica a presentarnos a Epicuro se denomine “Una Vida buscando la Vida”, y que en él subraye el valor profundo de la libertad, ejercida en diálogo con el mundo y en solidaridad con los otros: “La libertad se irradia desde los vericuetos de nuestro lenguaje interior que permite organizarnos de forma nueva y, en función de ella, de experimentar otra vez el mundo y, en él, a nuestro prójimo” (p.35). Por ello Lledó siempre ha reivindicado, más allá de la libertad de expresión, la libertad que la precede y la funda: la libertad de pensamiento. Esa que solo es posible gracias a una educación (paideía) crítica y creativa, que deshace esos “grumos” que nos inoculan las falsas doxas y que intoxican y dirigen nuestro pensamiento. “Precisamente esa radicalización del principio del cuerpo y del placer –dirá- es el primer paso liberador de toda la oscuridad de los prejuicios que la ya larga historia de la cultura, de la sociedad y de sus dominadores, ha ido marcando en la conciencia” (p. 124). Porque necesitamos educar para el pensamiento crítico y creativo, ajeno a toda tentación dogmática o fanática (encerrada en el fanum de las falsas seguridades).
Es imprescindible “crear una política o, mejor dicho, un sistema de relaciones humanas que no se perciba como cárcel, como cultivo de la infelicidad, como feroz maquinaria de la ignorancia y de la falsificación” (p. 126), sino como fundamento de la solidaridad universal: “Expansión del individuo en el dominio de la alteridad, la teoría del placer no sólo descubría un contraste adecuado en la comunicación y en el encuentro con los otros hombres, sino que era esta necesidad de comunicación la que hacía plenos la vida y el placer (…) Esa comunidad de hombres ‘despiertos’ que descubren la común tarea de la fraternidad es, efectivamente, un proyecto que entonces debió parecer utópico, pero que después de veinte siglos se confirma como la única posibilidad de pervivencia y de sentido” (p. 128). Un ideal, pues, que no es imposible: “el de los derechos humanos, el de la esperanza, el de la concordia, porque constituyen el ideal que, aunque solo sea por el hecho de ser expresado, nos libera de la desesperación y del pesimismo. Al menos sabemos que aunque la praxis de la miseria, de la hipocresía, de la ofuscación o de la ignorancia barnizada de eficacia, dominen la costra del mundo, su pulpa late desde otros impulsos que van lentamente pero, esperemos, implacablemente liberándose” (p. 128).
La palabra de Emilio Lledó, enraizada en lo más profundo y auténtico de la condición humana, está siempre atenta a nuestra situación, a nuestro condicionamiento histórico, al hoy que nos toca vivir. Y es palabra de esperanza. Una esperanza que en nuestros días solo puede cifrarse en esa profunda transformación (metánoia) de nuestras mentes, que solo es posible desde la educación, la cultura y la comunicación verdaderamente humanistas. Y siempre solidarias.
“Creo en la importancia de la palabra y la comunicación para construir ese concepto que los seres humanos llaman hoy las Humanidades y que, para los griegos, simbolizaban la idea de justicia, de verdad, de solidaridad y filantropía”, proclamaba recientemente. En efecto, filantropía frente al egoísmo, la misantropía y la peor de sus manifestaciones: la misoginia. Una filantropía que se ejerce desde la alteridad, desde la escucha atenta del otro, y desde la respuesta que requiere. Un proceso en el que hemos de ejercitar, muy especialmente, nuestra capacidad hermenéutica y la capacidad de amar que nos humaniza: “Interpretamos y amamos. Dos tareas que especifican al animal humano y en cuyo ejercicio tiene lugar, también, la propia e inalienable formación de cada personalidad” (LL, p. 133).
En esa obra de arte que es el discurso pronunciado con ocasión del Premio Princesa de Asturias, insiste en su visión de las Humanidades, en verdadero Humanismo solidario: “Las humanidades se aprenden, se comunican. Las necesitamos para hacernos quienes somos, para saber qué somos y, sobre todo, para no cegarnos en lo que queremos, en lo que debemos ser”. Por ello debemos ser conscientes de las amenazas que se ciernen sobre ellas, del uso perverso que se hace de la comunicación, no para liberar las mentes sino para hacerlas esclavas del engaño y de la mentira. Lledó, en unas hermosas páginas que dedica a Erasmo en Los libros y la libertad, recuerda estas frases, de resonancia heraclitiana: “toda la vida de los mortales no es aquí sino una perpetua guerra… y assí (sic.) andan las gentes por la mayor parte muy engañadas. Porque este mundo embaucador los tiene ocupados y embovecidos (sic.) los entendimientos con sus trampantojos y engaños halagüeños”. Y añade: “Esa guerra de Erasmo tenía que ver con la educación, con la libertad ante los prejuicios que nos acechan, con la liberación de la consciencia y, al mismo tiempo, con la liberación para poder pensar” (p. 107).
En Los libros y la libertad, en la defensa de la lectura, pero también de la escritura nos recordaba: “fue la escritura el primer artificio para sujetar ese río del tiempo donde el esperar humanizaba la vida” (p. 10).
Siempre hay esperanza: “Estoy convencido de que los maestros, los profesores, son conscientes de ese privilegio de la comunicación, de esa forma suprema de “humanidades”. Ese anhelo de superación, de cultura, de cultivo es, tal vez, la empresa más necesaria en una colectividad, en una “polis” y en su memoria. En ella, en esa educación de la libertad, alienta el futuro, el de la verdad, el de la lucha por la igualdad, por la justicia, por la inteligencia”.
Gracias, don Emilio, por iluminar nuestras mentes. Gracias por ese uso liberador, fraternal y lleno de esperanza de la palabra, que justifica con creces este Premio “Erasmo de Rotterdam” tan justamente concedido por la Asociación Internacional Humanismo Solidario.
Muchas gracias.
Referencias
Obras de Emilio Lledó:
El concepto ‘poiesis’ en la filosofía griega (1961). Madrid: Dykinson, 2010.
Filosofía y lenguaje (1970). Barcelona: Crítica, 2008.
La filosofía, hoy. Barcelona: Salvat, 1975.
Lenguaje e historia (1978). Madrid: Dykinson, 2011.
La memoria del logos (1984). Madrid: Taurus, 2015.
El epicureísmo. Una sabiduría del cuerpo, del gozo y de la amistad (1984), Madrid: Taurus, 2015.
El silencio de la escritura (1991). Madrid: Espasa-Calpe, 2014.
El surco del tiempo: meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria (1992). Barcelona: Crítica, 2000.
Memoria de la ética (1994). Madrid: Taurus, 2015.
Días y libros. Pequeños artículos y otras notas. Salamanca: Junta de Castilla y León, 1995.
Palabras entrevistas. Salamanca: Junta de Castilla y León, 1997.
Imágenes y palabras: ensayos de humanidades (1998). Madrid: Taurus, 2017. IP
Elogio de la infelicidad (2005). Madrid: Cuatro, 2015. EI
Ser quien eres. Ensayos para una educación democrática. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, 2009.
El marco de la belleza y el desierto de la arquitectura. Madrid: Biblioteca Nueva, 2009.
El origen del diálogo y de la ética. Una introducción al pensamiento de Platón y Aristóteles Madrid: Gredos, 2011, reed. 2015.
La filosofía, hoy. Filosofía, lenguaje e historia, Barcelona: RBA, 2012 reed. en 2015, reunión de los tres libros de la década de 1970.
Los libros y la libertad. Barcelona: RBA, 2013, reed. en 2015. LL
Palabra y humanidad. Oviedo: KRK, 2015.
Pensar es conversar. Diálogo entre filósofos. Con Manuel Cruz. Barcelona: RBA, 2015.
Fidelidad a Grecia. Madrid: Cuatro, 2015.
Dar razón. Conversaciones.